1 jun 2014

El arte de lo efímero

Una tarde de otoño, Bárbara se encontraba escondida detrás de la sala en donde sus padres conversaban. Ella había llegado justo en medio de la discusión, su madre lloraba a mares, y su padre trataba de contenerla en sus brazos.  “Cáncer, Bárbara tiene cáncer”, repetía una y otra vez la madre desconsolada. Bárbara, al igual que su padre, se encontraba paralizada tras la puerta, por un momento su corazón se detuvo, al igual que su vida; ¿Qué sería de ella ahora?  Lentamente, se dirigió a su habitación  sin causar demasiado ruido, se sentó en su cama, se puso a observar a su alrededor y su mente se colmó de recuerdos y sentimientos encontrados. Bárbara era alta y delgada; de pelo negro, largo y liso; de tez blanca; ojos de color miel y mirada profunda; apenas tenía 17 años y sentía que aún no había hecho algo que realmente quisiera hacer, que a lo único que se había dedicado toda su vida era a satisfacer a todo el mundo.
Siempre había sido muy buena para los deportes, pero hace algunas semanas atrás había comenzado a sentir repentinos y fuertes dolores de cabeza, lo que la obligo a dejarlos e ir a hacerse exámenes. Y bueno esos eran los resultados… Cáncer, no sabía a qué, pero algo a la cabeza era seguro. Le dio una y mil vueltas al asunto, y decidió marcharse, pensó  que sería bueno para todos, por una parte, aunque sus padres sufrirían por su ausencia, no tendrían que ver su deterioro a medida que avanzaba su enfermedad; y por otra, se dedicaría a viajar, a conocer y hacer todo mientras pudiese. No bajó a la cena, argumentando tener un fuerte dolor de estómago, y se volvió a encerrar en su pieza, para poder terminar de guardar las pocas cosas que llevaría en su gran aventura, se despidió de algunos amigos por internet y le escribió una carta a sus padres, pidiéndoles un tiempo para poder reflexionar y asegurándoles que apenas se estableciera en algún lugar los llamaría. Al llegar la mañana, tomó todas sus cosas y sin que nadie se diera cuenta salió de su casa.
Sin saber hacia dónde ir, comenzó a caminar sin rumbo por varias cuadras, hasta que se acordó de la casa en la playa de su abuela, en donde iba a vacacionar junto a su familia cuando era más pequeña. Luego de unas horas de caminar, llegó a la casa de su abuela, y con la excusa de ir a relajarse por unos días, pudo conseguir las tan preciadas llaves. Por supuesto, no le mencionó acerca de su enfermedad, no quería preocuparla y menos ponerla triste, así que trato de irse lo más antes posible de ahí, no porque no quisiera estar con su abuela, sino porque detestaba mentirle, no podía hacerlo. Luego de despedirse, se dirigió hacia la carretera con la esperanza de que alguien la llevara hasta la playa, y así ocurrió, apenas levantó su dedo haciendo señales, un hombre de unos 40 años que parecía ser pescador, detuvo su camioneta y se ofreció a llevarla. Durante todo el camino, Bárbara observo el paisaje, se sentía un poco incomoda ante la mirada de aquel hombre, que  no era de deseo, sino más bien de pena o lastima. No sabía si era por el hecho de estar sola siendo tan joven, o porque el cáncer era más notorio de lo que ella pensaba.
Al llegar a la playa, se despidió del hombre, y quedó asombrada con el hermoso paisaje, no recordaba lo bello que era, el sol acogedor, la brisa marina, la arena rozando sus dedos y el sonido de las olas del mar. No le tomo tiempo acostumbrarse al lugar, su casa quedaba justo a orillas del mar y cada tarde se sentaba en la escalera a observar el atardecer. Conoció a un chico llamado Joaquín, tenía su misma edad; era alto; moreno; de pelo castaño y largo; ojos negros y una sonrisa cautivadora. Poco a poco se fueron dando las cosas, junto a él conoció el arte de amar, arte que quizás nunca habría conocido si no se hubiese adentrado a su búsqueda por la felicidad. Los días pasaban y su amor se hacía cada vez más grande, al igual que los efectos del cáncer en el cuerpo de Bárbara, su delgadez y decadencia se hacían más y más notorias y esto mantenía a Joaquín demasiado preocupado, pero Bárbara sabía cómo persuadirlo y hacerlo olvidar completamente todo.
Una noche luego de estar juntos, Bárbara tomo la mano de Joaquín, lo llevo hasta la playa y juntos se bañaron desnudos en el mar, se besaron, rieron, abrazaron y en ese momento todo parecía perfecto. Al salir del agua, se recostaron bajo la arena, que aún permanecía tibia y ambos se observaban en silencio, admirados del efecto que provocaba en sus cuerpos el brillo de la luna, que parecía brillar más que otras veces. Cuando Joaquín se quedó completamente dormido, Bárbara lo besó en la frente, con lágrimas en sus ojos se levantó y  se dirigió a la orilla del mar, jamás había sido tan feliz como en aquel momento, y quería que todo se mantuviera así para siempre, pero ella sabía que aquella felicidad seria efímera y que en algún momento se acabaría. Caminó lentamente sintiendo cada partícula de arena entre sus dedos, observó el suave movimiento de las olas, se entregó a ellas sumergiéndose y dejándose envolver por ellas.